Fotograma de El Lugar de su Presencia.
Anteproyecto
El Lugar de su Presencia es un relato expandido en tres medios -fotografía, escultura y poesía-, y en tres capas de ficción. En la más profunda de estas, es un relato literario: un hombre -el Arquitecto- busca a su hija en un lugar que imagina; justamente, en El Lugar de su Presencia. En la capa del medio, el mencionado lugar imaginado por el Arquitecto se convierte en escultura. Finalmente, en la capa de ficción más exterior, la escultura se convierte en locación y el relato del hombre que busca a su hija en guion. Y con estos materiales, además de algunas imágenes documentales del barrio Juan XXIII en Bogotá y de la estrella de Siloé en Cali -que se parecen al lugar que el Arquitecto imagina-, se compone un videoensayo.
Pruebas de material plástico
Buena parte del semestre lo dediqué a hacer pruebas de material plástico. Las primeras fueron con velas de parafina, casas prefabricadas para maquetas y un bloque de cemento. Con ellas compuse una maqueta del Lugar de su Presencia que luego descarté. Esto porque el resultado aludía a ciertos lugares comunes de los barrios populares, especialmente al del colorido de las casas, y a cierta estética de pesebre que no busco. Además, con esta primera prueba, me di cuenta de que requería un material que ascienda y no uno que se deslice sobre una superficie. Más adelante explico el porqué de esto último.
Y entonces recordé aquel experimento de cristalización que hice en el colegio, con sal. Hablo de un experimento muy simple mediante el que se producen cristales de sal o -así las llamaba el profesor- estalagmitas caseras. En especial el segundo nombre del experimento, la metáfora que aludía a las formaciones rocosa, me pareció reveladora para este proyecto. Es decir, una estalagmita asciende en una cueva a una velocidad imperceptible para el ojo y vida humana. Una estalagmita invade el vacío de una cavidad -vacío que se parece al que nos deja una ausencia-. Una estalagmita como una construcción en continuo proyecto. ¿Y si el lugar que imagina el Arquitecto, El Lugar de su Presencia, es una estalagmita o una especie de formación rocosa? Me puse a resolver esta pregunta con un nuevo experimento cuyo resultado tampoco me convenció. Esto, en parte, por mi desconocimiento del material. Se supone que el agua, por capilación, sube por una cuerda y, al evaporarse, crea los cristales de sal: los deja amarrados de la cuerda. Sin embargo, en vez de un hilo fino, usé una piola muy gruesa. Y además no tuve en cuenta que, si dicha escultura o prueba iba a ser también una locación, no podía haber en ella ningún tipo de material o forma redundante, como las torres de las que colgué los hilos.
Así que replanteé la maqueta. Esta vez utilicé hilos negros más finos con la esperanza de que pasaran desapercibidos en las tomas que les haría. Y además usé cemento y unas varillas que, esperaba, aludieran al estado en proyecto de la estalagmita. Sin embargo, no contaba con el clima de Bogotá. Para que una estalagmita crezca -tanto una casera como una natural- necesita de un ambiente caluroso y húmedo, como en el que yo crecí, en Cali, y estudié el bachillerato. Pero en Bogotá el experimento necesita de mucho tiempo o fácilmente falla. La estalagmita no crece o, si crece, es muy pequeña. Lo que verán a continuación es el resultado de una larga espera. Lo que cuelga de los hilos son diminutos cristales de sal que en el futuro, se espera, devengan en estalagmita.
Pero llegó el afortunado accidente que me dio otra posibilidad. Había puesto la maqueta sobre una cartulina negra, y en ella dejé caer un poco de aguasal que, al secarse, dejó unas manchas de sal que luego se convirtieron en cristales. Estas manchas, vistas desde arriba, parecen una fotografía satelital de un lugar ambiguo: una ciudad, un barrio, una formación rocosa, un sembrado, un desierto. Y esa ambigüedad figurativa calza a la perfección con El Lugar de su Presencia, siendo este un lugar imaginario hecho de memoria y de ausencias. A continuación los errores con los que he seguí experimentando y produciendo, y que en tanto fotografías tienen mucho potencial pues aluden metafóricamente a los materiales y sentimientos con los que el personaje construye el lugar en el que busca a su hija: angustia, soledad, desesperación, vacío. Es probable que en un próximo experimento utilice estas manchas para forrar una superficie con determinada forma.
Entonces, hice dos bocetos del videoensayo. En ellos, además de incluir fotografías de la última maqueta y de las manchas de sal, también incluí imágenes del barrio Juan XXIII y de la estrella de Siloé. Producir o conseguir estas imágenes también ha sido parte del trabajo de este semestre. No las incluyo por fuera de los videos para no ser redundante. La voz en off es de la escritora uruguaya Fernanda Trías, quien lee lo que llevo guion.
El Lugar de su Presencia boceto I
El Lugar de su Presencia boceto II
Finalmente, incluyo lo que llevo del guion. Este trabajo de escritura también se ha llevado buena parte del trabajo de este semestre.Y quizás debía ser así por dos razones: en primer lugar, se trata del primer nivel de ficción y, por lo mismo, es fundamental. Dicho nivel configura metafóricamente las esculturas y el material de archivo que más adelante devendrá en locación y en objeto plástico. Además, este trabajo de escritura me ha servido para repensar los alcances de este proyecto y su relevancia. El guion aún sigue en construcción.
Guion
El Arquitecto imagina una formación rocosa que invade el vacío. Un lugar en el que las casas trepan, se aglomeran como coágulos, y a su paso dejan un sedimento nutritivo, lechoso, que luego el aire descompone en otras casas. Casas deflactadas. Millones de cuencas que miran los alrededores desde el cerro. Una estalagmita, imagina. Un proyecto en continuo proyecto, que repta, que despliega un dosel de latones. Que lucha por alcanzar la punta de la que gotea su existencia cavernaria. Ahí es que busca a Lucía. Por si acaso. Porque fue injusto con ella y eso es lo que le ha venido abonando el balazo de la culpa. Estaban comiendo en la mesa de centro que en esa casa hacía de comedorcito de dos puestos, cuando le habló mal y luego ella le habló peor. Le dijo. Le dijo y le dijo, retorciendo las palabras, con un desprecio irreconocible en sus maneras. Por supuesto que el Arquitecto no le alzó la mano a la niña. Hasta ese momento, ella había demostrado ser un solo cariño. Un solo juicio. La que se había puesto de grosera era la rabia, la fiebre de la pelea. Así que dejó que Lucía se desahogara con él, pues, ¿para qué más sirve un padre? Ya entenderá, se dijo, y se devolvió a la cocina pensando que la cosa no pasaría a mayores. Pero el punto más alejado de su descendencia se le fue por la ventana apenas le dio la espalda. Como un gato. El Arquitecto estuvo tentado a salir corriendo detrás de su hija, pero el solo movimiento le introdujo un aire en el costado del cuerpo. Vendrá, se dijo luego de sentarse en la mesa de centro. Mi niña vendrá, se dijo, y suspiró a ver si así lograba expulsar al espinoso aire de su cavidad. Pero a las horas, el dolor que había comenzado como un mero tirón, devino en un frío de esos en las costillas. Y al Arquitecto no le quedó de otra que hacerle caso y emprender la búsqueda del punto más alejado de su descendencia a media máquina, como mejor pudo. Por prevenir. Porque uno nunca sabe quién anda por ahí, se dijo. Porque no en vano, no hace mucho ni poco, en la plena calentura del lugar, era normal que alguien se fuera sin irse y apareciera un morro en su reemplazo. Luego de un viernes santo, recordó el Arquitecto, les dejaron uno que alcanzaba dos pisos de altura. Tenía la base dilatada, como una pierna varicosa, serifada. Y las mesas de plástico que lo componían se percibían calientes. Esto, de hecho, lo comprobaron los habitantes del lugar —que algo se apoyaba en esas mesas, que algo las temperaba— a reojo, como era debido. Porque no fuera y luego viniera el dueño a reclamar que se las tenían que haber dejado quietas, que eso nomás era el sol el que las tocaba. Una trampa de luz.
El Arquitecto comenzó la búsqueda del punto más alejado de su descendencia en las estrechas sinuosidades del ala norte. Y a medida que avanzaba tenía que agacharse para caber, para abrirse espacio en las estrangulaciones del camino. Se raspó los codos, las rodillas, el pómulo, el párpado derecho, la nariz insensible. El cuerpo de una niña es elástico, cabría por aquí sin problemas, se dijo. Por acá ha de estar. A Lucía le gusta meterse en cajas cuando está asustada. Igual que un gato. Hay gatos que se pierden por andar de callejeros. ¡Cómo es que se te olvida cerrar las ventanas de la casa, hombre! Ahí dejó de insistir, entendió que se había atrancado entre dos muros. Veía la salida, una de las tantas claraboyas que da la cima del lugar que imagina. Era imposible de atravesar para su cuerpo completo, corroído. Aguantando la punzada del frío enconado en las costillas, alargó el brazo izquierdo que sabía cinco centímetros más largo que el otro. Asomó la mano por el orificio, como un avestruz que se entierra y descubre que el otro lado del mundo es el que ha estado al derecho. Articuló palabras, movió los dedos: Lucía, carajo, ¡vení para la casa! No estoy bravo. Sus gritos bajaron a los alrededores como una pelota de plástico excitada por la pendiente, dieron tumbos en las paredes. Y el coro de los que lo miraban desde sus ventanas se las cantó; esa fue la única respuesta: Éntrese, familia, que estas no son horas. Estas no son horas. Ante la soledad, al Arquitecto no le quedó de otra que llegar a un acuerdo con su herrumbrado cuerpo. Se dijo: Mirá, acepto que en esta vida te he pedido de más porque me naciste incompleto. Pero aquí estamos. Solo te estoy pidiendo que hagás el último esfuercito. Lucía es juiciosa, una sola risa. Luego de que la encontremos, te dejo descansar, mi tronco. Hecho este juramento, volvió a asomar la mano por una de las claraboyas que da a la superficie del lugar que imagina. Su tronco considerado, le hizo el resto del trabajo: ascendió por la apertura como materia en destilación. Un proceso lento y doloroso que le dejó al descubierto una parte de la anatomía. Casi dos horas de puje. En la superficie, el toldo de la noche se ponía sobre los alrededores. Un avión voló por encima de su cabeza como otro pensamiento que menos mal lo distrajo de la punzada en sus costillas: las turbinas de esos aparatos, se dijo, y la brisa que patina cuesta abajo desde el cerro, son la razón por la que pisamos las tejas con cualquier cosa que sirva. Los gatos del lugar colaboran con esa tarea. Ellos duermen enroscados en los techos, sostienen las tejas y son tejas. Hace ya un tiempo largo que el Arquitecto no se monta en un avión. Demasiado para lo mucho que le gustaba volar. Volar para volver. En los aviones se apresuraba a escoger ventana. Y si no alcanzaba a escoger, buscaba un pasajero que le cediera el puesto. Entonces, luego de que el piloto anunciara que se estaba descendiendo, mientras los demás buscaban las luces de la pista de aterrizaje o de los diminutos carros allá bajo, él buscaba las luces del lugar que imagina. De esa manera se guiaba. A esa altura, por unos segundos, vislumbraba la totalidad del proyecto, le cabía en las manos. Y se preguntaba: ¿A dónde se va la gente que se nos va sin irse?
Lo único que sé, se dijo en la plena calentura del lugar, es que los que se van sin irse en algún momento vuelven con uno y no se van más. Ellos necesitan de una guía para volver. Necesitan de una estrella. Lo importante, entonces, es no dejar que la luz se nos muera. Eso es fundamental, se dijo el Arquitecto. Hay que buscar la forma de que no se apague y llegue la nada. Cuando chapotee en la oscuridad —la estrella—, en ese preciso momento, hay que ponerla a secar encima de una casa deflactada, que luego, cuando la oscuridad también suba, será reemplazada en esa tarea por otra casa que esté unos metros más arriba. Y así, además, nos iremos decantando en el tiempo. Capas sobre capas de minerales. Para invadir el vacío, se dijo el Arquitecto, no podemos depender del alumbrado público. Debemos caminar por el lugar sin miedo, palmeando las superficies queloides hasta las madrugadas si hace falta. Porque nuestras vidas abren meandros, se suceden en las coyunturas. En ese dibujo —cuyas direcciones seguimos y alteramos— nuestras presencias se persiguen. Están arriba. Están abajo. Y por eso, la de la estrella, no puede ser cualquier luz. Se necesitan bombillos potentes, nuevos, a los que no les baile el filamento de la bombita. Se necesita robarles el fuego a los alrededores. Un incendio en el cerro, se dijo. Y una tarde esperó a que la oscuridad se intensificara y bajó del lugar para luego treparse en unos postes que había seleccionado previamente. Para esa tarea, además, había diseñado un agarradero que lo unía a los postes, cadera a cadera. Y así, como si se estuviera subiendo a un palo de mango a bajarse la fruta del conocimiento, pudo trepar por bombillos. Y a su paso dejó un surco de oscuridad en los alrededores. Reunió sesenta y cuatro luces, de las que en principio utilizó cincuenta y seis. Las restantes las guardó como repuesto. Se venía la madrugada y su idea era adelantársele al sol. Seremos un pulso intermitente en el alumbrado público, se dijo. Por eso había dejado lista la fuente independiente de energía y el octágono de guadua en la parte más alta del cerro. Ocho puntas anunciarían su presencia. Ocho rosetas en cada punta. Y el Arquitecto dijo: Hágase la luz.
Para que el frío no le bailara en las costillas como un diente flojo, retomó la búsqueda de la niña por el lugar que imagina. Recogió las partes que aún se le estaban condensando a la humanidad y las puso en su antebrazo como tirones de carne curtida. Ya otra vez somos bebés, mi tronco, se dijo. Un bebé que se carga él mismo. Agarró por la estrella y de ahí, luego de dejarla alumbrando, bajó por las escaleras rosadas, pisando suave los techos de hormigón para no molestar a sus diminutos ocupantes. La plazoleta interior estaba tan sola como una puntilla abandonada en una pared. La gente se había entrado temprano. Algunos lo miraban desde sus ventanas, componían el coro que, una vez más, se las cantó: Éntrese, familia, que estas no son horas. Éntrese. Éntrese. Con el ánimo de acelerar la búsqueda de la niña, el Arquitecto se le acercó sin malas intenciones a una bicicleta que yacía recostada en la puerta de una casa. Cuando el dueño saliera a buscarla, se encontraría con la falta de su vehículo. Pero no tendría que haber problema, se dijo el Arquitecto, pues gracias a que siempre anda con tizas para bocetear pudo dejar una nota en el muro: Mañana se la devuelvo, familia. Lucía andaba con un reloj digital que tiene cronometro, ¿la ha visto? Confiaba en que la gravedad iría en su favor. Vos podés con esto, se dijo. Podemos, mi tronco. No en vano hubo un tiempo en que pensó que su verdadero propósito en la vida era la bicicleta y no la realización de sus proyectos. Por eso mantiene la costumbre de viajar a cualquier lado en las dos llantas, como su padre, yendo y viniendo cargado de material. Y los domingos se sube la cordillera en la que se sostiene el cerro del lugar que imagina. Sale cuando el día aún huele a noche —o eso supone él en su desconocimiento sensitivo—, escoltado por el punto más alejado de su descendencia. La niña se sienta en la sillita que le acondicionó encima de la llanta trasera y desde ahí lo arenga. Le dice: Papá, pasate man. Si te lo pasás, yo me vuelvo Denzel Washington. ¿Cómo quién, vida? Como el negrito de las películas de bala. ¿Y a vos quién te dijo que yo quería que te volvieras como él, Lucía? No importa, papá. Movele que nos van a dejar botados. Movele. Movele, pues. Él trata de darle gusto a la niña, aunque el encargo sea pasarse un carro o una moto. Trata, pedalea con más fuerza animado además por los golpecitos que Lucía le da en la cadera, que lo aúpan. Asimismo se convenció de que podía bajarse el cerro en bicicleta, estando tan magullado como estaba. Lo haría por Lucía, para encontrarla. Eso lo envalentonaba de sobra. Apretó el freno a ver si servía y luego se dejó atraer por la pendiente empinada del lugar que imagina.
En él —en el lugar que imagina—, las casas deflactadas a veces se caen. Hay derrumbes, sobre todo, en la temporada de invierno o en la temporada de ventisca. O eso parece en el presente, se dijo el Arquitecto, que las casas se derrumban. Pero, en realidad, estas casas están diseñadas para deslizarse en el vacío. No se caen, sino que dejan un poco de sí en el espacio, se van transformando para al final convertirse en el testimonio de nuestro rastro. Una nueva capa en la superficie rocosa, invadida. Por ello, para calcular la edad del lugar, habría que cortarlo y, como pasando las páginas de un árbol genealógico, enumerar las vetas floreadas. Habría que hacerle una incisión en el ombligo, buscarnos el filón en las vísceras. Y pues claro que no pensamos dejarnos chuzar como si nada, pues, se dijo el Arquitecto. En este punto del proyecto, entonces, resulta imposible calcular con precisión cuál de todas es la primera capa mineral de la estalagmita. O cuál de todas es la última. En esa piel caliente, como una herida ensancochada, nuestras vidas se suceden. Acaban y vuelven a comenzar con otras caras parecidas. Aunque quizás se podría hacer con el olfato, un cálculo aproximado de los períodos de las capas, pues es el olor ofrece una mirada íntima de las cosas sin necesidad de tocarlas, se dijo.
Eso ha imaginado, que el olor ofrece una mirada íntima de las cosas, desde siempre, porque nació sin ese sentido. Una carencia que le impide abrirse del todo a los desconocidos. Empero, cree poder dar fe de algunos olores. Una noche, luego de que los desconectaran del alumbrado público, Lucía le explicó el de la parafina. La niña le pidió que arrimará la nariz a la vela que los acompañaba, que él había pegado en toda la mitad del comedorcito de dos puestos, y luego que arrimara la nariz al tarro de la miel con la que endulza, entre otras cosas, el café. ¿A qué le huele, papá?, preguntó. ¿A qué creés, Lucía? A nada. Estire la mano, papá, ordenó la niña, y a continuación le habrá dejado caer unas cuatro gotas de parafina. ¿Y ahora a qué le huele? Arde, dijo. Solo eso. Pero un poquito nomás. No como para morirse, obviamente. Ahora estire la otra mano, dijo el punto más alejado de su descendencia, que en ocasiones parece el mandamás de la casa. Estirela, papá. Y abra la boca. El Arquitecto le volvió a hacer caso, obediente, como cuando se sume a los roles que le otorga para participar en uno de sus elaborados juegos. Lucía le dejó caer parafina en la muñeca y al mismo tiempo le metió un dedo embadurnado de miel en la boca. ¿Y ahora a qué le huele?, preguntó la niña. ¿Qué siente, papá? Que el dulce empalaga, respondió el Arquitecto sin estar seguro, todavía digiriendo la doble sensación a la que había sido expuesto. Y Lucía aprobó su respuesta con esa mueca severa de instructor que le heredó y que él, a su vez, le saco al padre, y este a su madre. La niña, además de explicarle los olores de las cosas, es la que le dice el suyo propio. Para lo cual no se pone con disimulos, es directa, cosa que el Arquitecto le pidió y agradece. ¿Para qué te vas a poner con rodeos, a ver, esta niña? Si huelo a feo, me decís me hacés el favor. Cosa que Lucía cumple con meros gestos: se abanica la boca, tuerce los ojos, se tapa la nariz. O le dice: Ya es hora de un bañito largo, pa, con cloro y detergente. Un baño que lo atisbe. O pregunta: ¿Qué será ese olor? ¿Lo sentís, pa? Como que se nos pudrió una chucha adentro de la casa, papá. La voy a buscar para que nos la comamos. Para mí que se te metió a vos, en algún lado, ese animal. Todo eso le da gracia al Arquitecto, lo pone hasta contento de haber nacido con cuatro de los cinco sentidos físicos con los que cualquier hombre nace para realización de sus proyectos.
Algo que solo agradeció una vez —no poder oler—, en la plena calentura del lugar. En esa época, ni los camiones de la basura querían subirse al cerro. Las bolsas se acumulaban, se fermentaban. Alguien se iba sin irse y aparecía un morro en su reemplazo: motores y llantas de carro, neumáticos, escombros. Cosas que no convenía tocar para darles un segundo uso, porque no fuera y luego el dueño viniera a reclamar que se las tenían que haber dejado quietas e inservibles. Convenía, si acaso, mirar de lejos o hacer de cuenta que no estaba lo que estaba. Pero al olor no se lo podía ignorar, alertaba a los habitantes del lugar como un chisme, sin que se le preguntase. Si sería así que el Arquitecto se daba cuenta que se había aparecido un morro cuando la gente bañaba en vinagre los trapos con los que se tapaba la cara. O cuando la pestilencia lo encontraba en sueños, que es cuando se le despiertan todos los sentidos, y procuraba sacarle la bilis con sus manos vaporosas. Un día de la Virgen del Carmen, recordó el Arquitecto, les dejaron un reguero de aspiradoras maltratadas al lado de la cancha. Cuellos rotos, el algodón de los filtros floreado. Las habían dejado en un estado tal que era imposible darles una segunda existencia. Y al lado del morro pusieron una valla publicitaria, de esas grandes, rojas, de se vende. Pero en ella no decía “se vende”. En cambio, decía: La mejor vista panorámica de la ciudad.
Y además la valla publicitaria ofrecía a una familia en una sala, acompañada de un perro como mandado hacer. Los perros del lugar son distintos, le explicó el Arquitecto a Lucía en un almuerzo en el que le preparó chuleta porque había con qué. Rayados, más independientes, más gente. Hay uno, el Tigre, que es el más bandido. Bulloso como él solo. Cuando pasa una ruta escolar de perros, es el que la corretea hasta la esquina norte. El sueño de ese perro es conocer la playa, esconder huesos de pollo en la arena, y le da rabia que los perros amaestrados de los alrededores tengan cómo irse a revolcar en olas cada fin de semana. Y para alcanzar su sueño —cuando se acuerda de que tiene un sueño—, el Tigre se aventura en la calle que baja a los alrededores. Así ha venido alargando su radio de acción, estratégicamente, meadito a meadito. Ya orinó una señal de pare, botes de basura, orquídeas, varios escoltas, una empleada de servicio, una camioneta blindada. En una ocasión, esta niña, el Tigre creyó haber llegado a la playa. Se había acelerado persiguiendo a un corredor que ya tenía pisteado, que acostumbraba a salir cuando el día aún olía a noche, y realizaba el mismo circuito como si se estuviera persiguiendo la cola. El olor a caucho nuevo de los tenis alertó al animal. La mano de un perro es su hocico, Lucía. El Tigre quería tocar la suela, entender la materia esponjosa de los tenis aerodinámicos del corredor. De golpe, dejó de percibir sus marcas territoriales y entonces se sintió sin su lugarcito. Cayó en sí, jadeaba. Estaba tan lejos como nunca lo había estado, y tenía las patas sucias de arena. ¡Estaba en arena! Movió la cola, bostezó de la emoción. Empujó el suelo con las patas delanteras, varias veces, como si fuera uno de esos perros amaestrados que aprenden a darle primeros auxilios al amo. Pero el Tigre no tenía dueño, Lu. Y vaya a saber uno si fue por ese vacío que revivió en él la necesidad de consumar su deseo. Sin embargo, no había traído nada para enterrar. Nada que valiera la pena, pues. Podía volver a su lugar siguiendo el lejano olor de la estrella y cargar de vuelta con un hueso. Debajo de su colchón había escondido provisiones —esa era una de las cinco cosas que el perro recordaba con certeza—. Prefirió dejar el hueco adelantado. Hueco, hueco, hueco. Primero el hueco. Primero lo primero: el hueco. Y luego se devolvería para devolverse. Puso su marca, otro meado: este pedazo de arena pertenece al Tigre. La arena le picaba, de hecho. Y para que dejara de picar, el perro se puso a hacer un hueco. Pues eso hacía cuando las pulgas y las garrapatas lo mordían. Encarnizado, las mordía de vuelta, se abría huecos en el pelambre. Así conseguía que el ardor de la carne reemplazara la piquiña. Lo que le era más soportable. De cachorro se había acostumbrado a que la piel le ardiera, pensaba que era normal que la piel ardiera. El Tigre tiene pegotes de sangre veteados, hija. Ya no recordaba para qué cavaba cuando entendió que era asistido en esa tarea. Pensó que se trataba de dos perros amaestrados de los alrededores, y del asare metió la cola entre las patas. Pero no. Gracias al olor, supo que el ojo blanco y el ojo café pertenecían a la misma cara. Y que la perra que lo miraba estaba en celo. Y que la playa no era la playa, sino el arenero del parque de los alrededores. El olfato de un perro es su vista, Lucía. Con razón esos animales se huelen tanto, le contestó la niña. Hasta el culo, pa. Es que ellos ven con las cuencas de la nariz, Lu, le dijo. Así es como se conocen y se realizan.
El coro de los que lo miraban desde sus ventanas trató de hacerlo caer en sí, se las cantó una vez más: Éntrese, familia, que estas no son horas. Estas no son horas. Éntrese. Pero el Arquitecto si acaso alcanzó a cerrar los ojos, luego de que el muro expandiera el pecho para recibirle la humanidad en su totalidad. El golpe de la caída, afortunadamente para su tronco, fue amortiguado por el plástico alveolar con el que forró los muros del lugar que imagina. Gracias a esa protección extra es que los niños pueden saltar de techo en techo, se dijo, como micos atravesando riscos cristalizados, y disfrutar de su lugar. La bicicleta no corrió con la misma suerte. Hoy en día las diseñan más delicadas que antes, se dijo, para sacrificarse por uno recibiendo toda la energía cinética durante un choque inelástico. Quedó aturdido, el zumbido de los tímpanos se sumó al frío enconado en las costillas. Pero ni así se iba a quedar quieto. No podía darse el lujo de malgastar minutos. Por cada uno que pasa también aumenta el radio del vacío, se dijo. La distancia entre dos cuerpos se calcula multiplicando velocidad por “t”, que no tengo. Menos mal alguien que iba de subida para su casa, le ayudó a pararse. Lucía andaba con un reloj digital que tiene calculadora, ¿la has visto? Éntrese, familia, se las cantó el otro y, del afán, se le llevó la mano cogida. El Arquitecto se la habría pedido de vuelta, si lo lógica no hubiera sido seguir adelante, aprovechar las pocas fuerzas que lo sostenían en firme. Abanicó la izquierda para despedirse de la otra mano, que se fue dándole la espalda, consolada por un miembro extraño, y sin entender del todo su ineludible sacrificio.
Desde que aprendió a construir con las manos, es que el Arquitecto viene imaginando el lugar que imagina. Él le aprendió a su padre y este al suyo, a construir. En vida, lo primero que hizo fue una maqueta, una casa en miniatura que según su padre no servía para nada. Pero no por el tamaño. El problema de la casa no era ese, pues en ella se habría podido acomodar, de quererlo, una familia pequeña o una familia grande de los diminutos seres que ocupan las escaleras rosadas del lugar. El problema, le hizo caer en cuenta su padre, era que no había dejado la casa vacía por dentro. Eso sí, le dijo, es probable que nunca se te venga abajo, ni aunque terremotee. Algo es algo. ¿Y entonces qué es, papá?, le preguntó. ¿Qué fue lo que hice? Su padre se quedó pensando, se quedó pensando. El Arquitecto, por su parte, no sentía haber cometido ningún error. Vistas desde afuera, las casas —por lo menos las que conoció de niño en su lugar de procedencia— parecían bloques. Bloques encima de bloques. Un piso, un bloque. Otro piso, otro bloque. Y cada familia vivía en su bloque. Pero ¿cómo hacían para entrar, para caber en ellos? El Arquitecto suponía que, al atravesar la puerta, las personas se transformaban en sus casas y no que se acomodaban en un recipiente. Y que esta unión se daba gracias al calor que se desprende de un cuerpo. El calor que se abandona en una silla, por ejemplo. El calor que se mantiene en la ropa recién usada, en un colchón. El calor que se origina del contacto, del aire que desprende energía. Entonces cortó una cartulina y en ella, en un rectángulo de veinte centímetros por dieciocho, pegó unas velas que, al derretirse, reemplazó con otras velas, y así hasta conseguir una altura considerable. Con sus manos modeló un bloque, lo contuvo mientas se enfriaba. Lo dejó liso, perfecto, como con todos los acabados de fábrica. Finalmente llamó a su padre para mostrarle el proyecto en el que había estado trabajando. Él se quedó pensado, pensando, viéndolo, y entonces le dijo lo que le dijo, y agregó: Eso no sirve para nada, hijo.
Una injusticia parecida es la que el Arquitecto cree haber cometido con su menor. Le dijo sin que su opinión hubiera sido solicitada y no precisamente de la mejor manera. A lo que la niña respondió mal, muy mal. Le dijo y le dijo. Por lo que el Arquitecto también le dijo lo suyo. Esto y aquello. Y ante el primer descuido, Lucía se le fue con la rabia encendida. Y el Arquitecto se puso a buscarla porque uno nunca sabe quién anda por ahí. Para que el balazo de la culpa no le echara raíces hasta por las uñas. Con la mano que le quedaba, entonces, palpó las paredes cavernarias del lugar que imagina a ver si en ellas se mantenía algo del calor desprendido de su hija. Y sí. La huella era fina, un sol de páramo, un rastro de piedras en un río adoquinado. ¡Pero se podía seguir si se le ponía empeño! Cosa que hizo, con ilusión, serpenteando por los meandros que su cuerpo reptil, con otras pieles, había dejado en el pasado. Se sumergió en el vado del río glacial que nace en el lugar que imagina, hasta la cadera. Con el propósito firme de avanzar, caminó con el muñón cerca del pecho —recién nacida, Lucía era del largo de su antebrazo—, sacando las rodillas a la superficie para eludir la resistencia hídrica de los sedimentos. Y no habrá dado más de cinco pasos cuando recordó lo que él mismo se dijo en el pasado, al inicio del proyecto: Una estalagmita no acepta otro crecimiento que no sea el suyo. La forma que ella decida. Como el ámbar, como una telaraña. Hay fuerzas que no se pueden manipular, sino dejar ser. Así, pues, se acostó en el líquido glacial, y se dejó llevar, como insecto en obsidiana, cuesta arriba, pensando que eso mismo habría hecho Lucía, que le aprendió la intuición. Los techos de las casas lo acompañaron hasta cierto punto, como pájaros batiendo las alas en un zoótropo, y en algún momento fueron reemplazados por la cúpula agujereada de los mangos. Hacía mucho que el Arquitecto no iba a los mangones. Y eso que, en los años de estudio, podía pasarse del día a la noche mirando sus construcciones para aprender de estas. Hay seres que descansan a la sombra de un árbol, se dijo. Otros que mueren asfixiados por esta. No en vano, inspirados por el miedo, hubo gente que propuso cortar los mangos y hacerse casas encima de sus raíces. Pero eso no estaba —mientras dependa de él, nunca estará— en los planos del Arquitecto. El bosque no es un terreno baldío, se dijo. Por el contrario, está ocupado por una construcción autónoma, en proyecto. Y eso que los mangos prefieren los llanos para desplegarse. Pero ahí se mantienen, cogidos del cerro, algunos troncos inclinados al mismo ángulo del horizonte. Ellos cruzan sus largos dedos para construir un dosel que se propaga en el vacío, que atrapa todos los nutrientes que requieren para subsistir. Un tejido de falanges, hojas y raíces, que se enhebra en el cielo y debajo de la tierra. Nosotros, se dijo el Arquitecto, somos una especie invasora. Como los mangos.
Y mientras flotaba como un sedimento en el río glacial que nace en el lugar que imagina, se le vino a la cabeza otro morro que les dejaron al lado de la cancha, en la plena calentura del lugar. Un arrumace de cobijas blancas por el que se colaba la luz del día. La luz animaba la tela, la abultaba. Fluía por el torrente de arrugas, como una larva propagando una gangrena luminosa. En la mañana salía amarilla y en la tarde —la luz— emergía manchada, se elevaba como polvo inmolado, bermellón, ofreciéndose en virutas a la noche que vendría y vendrá. Por supuesto que los habitantes del lugar no quisieron usar esas cobijas. Esto, aunque estuvieran pasando frío por la temporada de lluvia y ventisca que redoblaba las latas de sus casas, que bajaba del cerro. A las sábanas solo las tocaba el viento y ni él se las podía llevar. Porque algo las pisaba, las mantenía agarradas del suelo. Y esto se confirmó a los pocos días de aparecido el morro, cuando el lugar amaneció encapotado con volantes que ofrecían cada metro cuadrado de su presencia, junto con la foto de otra familia y otro perro como mandado hacer.
Papá, le preguntó Lucía una vez que estaban desayunando sancocho en la mesa de centro que en esa casa hacía de comedorcito de dos puestos, ¿Nos vamos a ir de acá? ¿Cómo se le ocurre decir eso, esta niña?, le respondió malencarado. ¿No ve que nosotros estamos ombligados a este lugar? Y antes de que su menor siguiera con las imprudencias, el Arquitecto, terco como él solo, destapó el salero y densificó el caldo con una cascada fina, pétrea, del mineral. Ya se le había dicho que este le alteraba la presión sanguínea y que a él, además, debía la invasión de la papada en su cuello. Dictámenes médicos que olvidaba fácilmente, al meterse una cucharada de cualquier cosa a la boca. Especialmente una cucharada de caldo, que, concentrándose, si algo le sabía a agua. ¿Y qué será que es peor?, le preguntaba al que se pusiera recriminarlo por el exceso de sal. ¿Morirse antes de tiempo o que en vida la comida te sepa a nada? A nada, le contestó Lucía. No sea egoísta, papá. La niña encaró al Arquitecto, pero, al notar que se le estaban escurriendo los mocos, estranguló el disgusto de su pecho con ambas manos. ¿Le amaneció alborotada la sinusitis?, le preguntó. Y en vez de esperar a que le confirmara lo evidente, fue por una tasa, que llenó de agua y un toque de bicarbonato de sodio. A ver le lavo, le dijo mientras volvía de la cocina, acompañada por el tintindeo de la cucharita chocando con la garganta plástica de la tasa. Alce la cara, papá, le ordenó. ¿Quiere que le dé gusto? A la mezcla que precipitaba, añadió un cuarto del salero con el que el Arquitecto se había encaprichado segundos antes. Batió con fuerza: al agua se le fueron cerrando los poros. Como si lo fuera a rasurar al ras, Lucía agarró la cumbamba de su padre. Apuntó a los huecos por los que se asomaban unas raíces de papa, y dejó caer un chorrito intermitente, granizado, en cada orificio nasal. El estornudo tentó al viejo, que paleteaba y respiraba por la boca para no sucumbir en el naufragio. Aguante, papá, le dijo Lucía. Y como la condescendencia nunca había servido para tratar con los males del Arquitecto, atenazó la nariz de su padre para que la solución salina le bajara por la faringe, para que le raspara como se necesitaba. Sople, papá, le dijo luego de soltarlo. Sople duro. Y apenas lo sintió repuesto, lo volvió a coger de la cumbamba y repitió la terapia, como si estuviera despercudiendo a un muñeco de franela blanca en el lavadero. Lo refregó hasta que el taco mucoso que se intuía en los canales respiratorios se materializó encima de los gestos de su padre, como una aguamala en la arena. Entonces Lucía fue por un trapo de cocina para terminar de sonarlo. Sople, papá, le dijo. Sople duro. Mojó el trapo en la mezcla que había preparado y lo pasó con el empeño requerido para que el algodón le limpiara, incluso, entre las arrugas de la cara. Y por si acaso se le venía la sangre, cosa que solía pasar luego de que se le hicieran los lavados nasales, le acomodó el trapo como un babero que recibiría las primeras gotas de la hemorragia. Y por si acaso, también, le dejó un beso colgando, como un moco, de la punta de la nariz. ¿Por qué decís por si acaso, hija?, le preguntó el Arquitecto, su voz ahogada por la inclinación hacia atrás de la cabeza. Te he dicho que no tenés por qué andar preocupada por nosotros, Lucía. Pues por si acaso, respondió la niña. O porque sí, papá. ¿O es que ya no se le pueden dar besos porque sí?