Galapa hierve a temperatura carnavalera. Sus 98 kilómetros cuadrados son la prolongación de una fiesta verborreica que comienza a tejerse entre el Mar Caribe y el río Magdalena, en su vecina Barranquilla; que se cuece al calor de las riberas que despliegan alas de coyongos, o que deshacen a la Muerte huesuda envidiosa de los garabatos.
Todo esto, al fragor de un instante que bulle eternizado porque así lo quiere el calendario currambero, sudoroso, sinestésico, y encuentra su lado más salvaje y rudimentario en una mascarada que lo dice todo, puro rugido y madera.
Es diciembre y la brisa se estrella sobre las casas de Galapa. Todos allí saben por qué ese pueblo es famoso y lo hacen ondear a la vista de quien llega. El nombre de “Rubiel Badillo” y una alargada figura semejante a un tótem de piedra se sacuden sobre un poste de cuatro metros. Es el rastro que comienza a pintarse en el aire, en esos rompetráficos voladores, pero que solo se entiende plenamente con los pies bien amarrados a esa tierra.
No hay que caminar mucho para encontrarlo ni preguntar demasiado hasta que sea señalado. El municipio entero está orgulloso de sus artesanos e insiste en demostrarlo. Todos, claro, conocen a Rubiel. Es el más joven de una camada de maestros del arte que pulen y pintan porque Galapa se los impuso. Fue Secretario de Cultura municipal y su taller vuelve a mostrar la insignia del rompetráfico que lo convierte en punto turístico de ese paraje eterno que ya existía cuando los españoles asomaron sus narices al Nuevo Mundo y descifraba el arte de la cocina moliendo maíz.
Dicen los registros estampados en las piedras pulidas del Museo Antropológico de Galapa que la fibra vegetal, la madera, la cerámica y el hueso fueron esa plastilina primigenia que moldearon los mocaná para dar con sus primeros productos artesanales llamados hamacas, vasijas, pitas y armas. La tradición indígena de esa tribu fue el primer guiño de esta historia trenzada por los dedos a lo largo del tiempo.
Rubiel es el último eslabón de una escalera infinita que lleva al cielo de la creatividad. Las gracias por pertenecer a esa dinastía geográfica quedan consignadas en nueve metros de ceiba roja hechos tótem. “Hace cinco años comencé a hacerlo y es un homenaje a nuestros artesanos”. Así que agita el aerosol con fuerza sobre los cachos temibles de un torito que se pavonea de tener una vida más allá del Carnaval de Barranquilla y su habitual mes de antesala. Galapa ha decidido hacer de la fiesta una extraordinaria realidad paralela a la eternidad y lo logra tallando, pegando, puliendo y pintando.
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Los 155 artesanos que le aporta al Laboratorio de Diseño e Innovación de Artesanías de Colombia, según el censo realizado el año anterior, lo ubican como uno de los municipios atlanticenses más prolíficos en cuanto al arte manual carnavalero se refiere, el resultado de una dinámica que se viene gestando desde finales de la década del 80, según coinciden en afirmar Aser Vega, director del laboratorio -que tiene sede en Galapa-, y Manuel Ernesto Rodríguez, consultor de artesanías.
“La primera intervención institucional de Artesanías de Colombia en el Carnaval fue a partir de investigaciones que hicieron antropólogos y se recogieron resultados en Galapa y Rebolo”, recuerda Vega.
Por entonces, en el Departamento solo existían uno o dos mascareros. Uno de ellos, el que se pudo encontrar en el radar, fue Francisco Padilla, quien recibió el premio de la Maestría Artesanal y comenzó con una historia que hoy todos pueden tocar en un toro de madera.
“Como Padilla estaba vivo en Galapa, allá se gestó un movimiento interesante. ‘Mañe’ Herrera, un mascarero de Rebolo, había muerto, lo que frenó en parte el crecimiento de la artesanía barranquillera alrededor del congo y las máscaras”, suelta Rodríguez, contando la hipótesis que podría explorar el porqué de tal germinación galapera, contrario a la historia estancada en Rebolo y sus alrededores.
“La tradición de las danzas de congo provenientes de los cabildos de negros de Cartagena de Indias se asentaron en Rebolo y San Roque, cuando las cuadrillas de animales eran mayores que las de congos en la danza, lo que allí se fue perdiendo, y esa dificultad social hizo que no se cristalizara la gestación del mismo modo que en Galapa”, redondea Vega, gran conocedor en la materia.
Esa combinación de factores ha dotado a Galapa de una fama única a nivel nacional. Son sus 25 mascareros talladores y su casi centenar de maestros del papel maché los que levantan esa reputación de hervidero de Carnaval, porque pudiendo escoger la realización de iconografías ajenas a la fiesta mientras esta vuelve a consumarse, han decidido entregarle su arte por completo a este Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad. El que ellos vuelven tangible. Al que le vuelcan su alma.
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Y es que Galapa siempre ha sido buena, generosa. Dice la historia, resumida en la página web oficial del municipio, que su gente no se puso retrechera cuando España desembarcó allí a sus blancos con armas. Ese caserío del cacique Jalapa recibió a Pedro de Heredia sin oponer resistencia y el resultado lo cuenta hoy su providencial maestría en el tallado de madera y la técnica del papel maché –además del florecimiento de la ganadería-, su Circuito Totémico que habla del legado indígena y hasta su Museo de Antropología, con un sistema que permite que sordos y ciegos también lo disfruten.
Francisco Padilla es el principio de todo. Sus manos ásperas, inmunes a la vejez, revelan que es allí donde más sabiduría guarda. ¿Dónde aprendió?, todos le preguntan. “Es innato”, responde sin más. Hay que excavar a fondo para que revele que su padre fue agricultor y por eso él también lo fue, aunque se apure a agregar que “mi vida ha sido polifacética: también fui plomero y ebanista”. Y doblegar a la madera para tomar formas impensadas le sacudió el alma y lo hicieron un profesional del asunto, con un diploma que no se lee, sino que se mira y hasta espanta: un tigre amenazante que muestra para qué fue que vino a este mundo.
Incapaz de dejar quietas sus manos, las hace batir en el aire para subrayar el dato que dará a continuación. “Tengo 55 años de experiencia y fui el primer ganador de la Medalla de la Maestría Artesanal en el Atlántico”.
Sabe levantar selvas enteras -con toros, tigres, burros, panteras…- con icopor, tela o madera…. Sobre todo con madera. “Para mí no existe la competencia, sino el cuidado del producto, porque él mismo se vende solo”, lanza el rafagazo en su casa tapizada de cajas de cartón, repletas de souvenires con cuerpo de anatomía carnavalera que pronto partirán a Expoartesanías.
Para esa feria involucró a toda su familia, un linaje artesano que incluye a sus hijos, hijas y yernos. “Este taller tiene la virtud de que no existe máquina. No hay herramientas industriales, no existe molde. Todo está grabado en el disco duro”, y se toca la cabeza.
Las marcas que el bisturí le ha tatuado en su cuerpo son el mapa de su historia. “Eso, cuando le cae a uno, no pide perdón”. Su taller se llama El Tigre y Padilla sabe de la fiereza también, porque le ha tocado combatir la ignorancia que ronda el tema artesanal en Colombia y el escaso valor que se le da. “Millón ochocientos costó la máscara más costosa que vendí”. Fue en la Galería Cano, de Bogotá, pero nada alcanza a pagar la diligencia con la que dirige su vida. “Aquí todos los meses son iguales. Siempre se trabaja”.
Su terraza, la más famosa del pueblo, es la dueña de los recuerdos de quienes prolongan la experticia artesanal. “Aquí hice yo mi primera máscara, que era de burro”, revela Rubiel en ese paraje azul, donde también aprendieron Wilson y Fernando, los hijos de Francisco, y sus yernos Justo Hernández y Harley Arregocés. “Es el maestro de todos”, una verdad tan notoria como su ascendencia mocaná, “no ve que nada más me falta el cintillo…”.
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Es enero y Rubiel Badillo aparece otra vez, ahora encerrado en uno de los márgenes de Barranquilla. Está reclutado creando carrozas en una de las bodegas inmensas de la Via 40, domando el icopor y haciéndolo ceder para que tome la forma de un toro con cuerpo de hombre. Corta las capas y las va armando bajo la técnica del vacío con poliuretano, les da detalles con yumbolón y borland, y todo esto le toma cerca de dos meses.
Está acostumbrado a trabajar con estructuras gigantes de anatomías africanas, como esa que le hizo hace un par de años a José Llanos Ojeda, el único rey Momo galapero que hasta ahora cuenta el Carnaval de Barranquilla. El soberano es también el monarca del papel maché en el municipio. Las máscaras hiperrealistas que luce su comparsa Selva Africana durante los días de fiesta son su celebración perpetua, porque todos los dedos apuntan a su palacio en cualquier mes del año cuando alguien pregunta por unas fauces de tigre figuradas con la pulpa del papel de estraza y pintadas de ferocidad.
Pero hay que volver a Badillo si lo que se quiere es hablar una soberanía en las dimensiones de la técnica del maché, pues timonea con soltura y siete artesanos más las tres carrozas que Carnaval S.A. le encargó para la próxima Batalla de Flores. Son seis metros de alto y poco más de ocho de largo que hacen de cada carroza un reto gigantesco al que les invierte sus días y sus noches de diciembre y enero.
Uno de esos carruajes de ensueño esconde una médula galapera diferente a la de Rubiel. Eso es porque la trazó Hernando Arteta, uno de los tres diseñadores que el equipo creativo de la organización del Carnaval ha dispuesto para esbozar, en Illustrator, sobre la pantalla de un computador, esas historias rodantes dueñas de cada Sábado de Carnaval. Nando, como le dicen, también fue un niñito de Galapa que aprendió viendo cómo Padilla y sus secuaces más contemporáneos fabricaban un mundo diferente, vestido de color, a punta de cuchillo, madera e icopor.
No es diseñador gráfico de profesión, como muchos creen. Estudió Artes Plásticas y se graduó en 2003, de ahí a que su arte sea 3D: no es una figura bidimensional que destella en la pantalla de un ordenador, sino que es capaz de tomar volumen como esa llama preciosa que acaba de diseñarle a Almacenes Olímpica, una reinterpretación de la llama característica de su logo. Es una carroza a escala, fotogénica y maravillosa, que le tomó un mes en fabricar.
“Desafortunadamente, uno no alcanza a vivir bien el arte”. Eso lo dice Nando porque sus días se le van proyectando figuras en programas de diseño encerrados en computadoras y es poco menos el tiempo se gasta conjugando los verbos cortar, pegar, pulir y pintar. “Probé la opción del diseño gráfico hace 10 años y me fue bien”. Tan bien que la mitad de las berlinas del Sábado de Carnaval son cosa suya. Tiene que superarse cada año porque la gente lo espera; la reina lo espera… él mismo lo hace. “Lo difícil es imaginarse cómo va a quedar”.